jueves, 24 de enero de 2008

Blanca como el invierno

Tanith Lee.

Crovak el guerrero llegó a su hogar en la nieve con ochenta de sus hombres y, según dicen, otro más. Esto es lo que sucedió:

A finales del verano, había habido una guerra en las Tierras Altas. En ella habían participado diez de los clanes, y Crovak había acudido con los demás en representación del suyo, para luchar y matar y saquear, tareas de hombre para las que Crovak estaba bien dotado, por ser un guerrero poderoso. Su estatura era imponente, sus hombros eran amplísimos y tenía toda la fuerza que podía necesitar, y mucha más. Sus ojos y su cabello eran castaños, pero tenía la barba y el vello del cuerpo de un negro intenso. Y, de vez en cuando, también su genio parecía profundamente negro. En cambio, sus dientes eran blancos como la sal, y de ellos le venía su primer apodo, Crovak «Dientes Blancos», aunque después había recibido muchos más. Se sentía muy ufano de sus dientes, y también del resto de su persona, a decir verdad: no de sus facciones, sino de sus habilidades guerreras, de su indiscutida jefatura en el grupo, de su virilidad y del hecho de ser un hombre. Ser un hombre había sido una suerte para él. Se enorgullecía públicamente de que nadie podía vencerle luchando, bebiendo o gozando en el arte horizontal. Y sólo había engendrado varones. «Los hombres hacen hombres», decía. Había perdido ya dos esposas, débiles y agotadas de tanto darle hijos. Sin embargo, su tercera esposa era una mujer sana, pelirroja, regañona y colérica.

Terminada la guerra, Crovak y sus ochenta guerreros iniciaron el regreso a casa con el botín pero, cuando todavía estaban a medio camino de Drom-Crovak, el invierno cayó sobre la región, adelantado a su fecha. Empezó a caer la nieve, la noche se hizo cerrada y los guerreros perdieron la senda. Se encontraban en un lugar desconocido y salvaje de colinas rocosas con un pellejo de vegetación a base de arbustos y arbolillos débiles y ralos. Era una tierra más habitada por lobos que por hombres.

Los guerreros maldijeron la nieve, pero ésta hizo caso omiso de sus voces. Por fin, cabalgando a ciegas bajo la tormenta y entre los árboles, llegaron a un estrecho valle, en el fondo del cual se alzaba un antiguo caserón de los Drom. Ninguno de los hombres conocía el lugar ni había oído hablar del caserón, que estaba obviamente vacío, aunque —cosa curiosa— no parecía abandonado. De todos modos, se encaminaron hacia el edificio en busca de refugio y descanso, cruzaron a lomos de sus monturas el puente levadizo y penetraron en el recinto por la gran puerta de madera.

Era una mansión de gran magnificencia, o al menos lo había sido en otros tiempos. El tejado, puntiagudo, se elevaba hasta casi quince metros y las vigas, negras como azabache de los humos de muchos años, estaban talladas con unos diseños que no era fácil reconocer de inmediato. La chimenea central llevaba años sin encenderse, pero junto a ella todavía encontraron una gran pila de leña, como si hubiera sido colocada allí para ellos. Un par de guerreros comentaron el detalle, algo inquietos. Crovak, sin embargo, mostró por un instante su irritación por el comentario y les hizo callar. Desde luego, una vez encendido el fuego en el hogar, todos se alegraron bastante de ver alzarse las llamas entre el chisporroteo

de la madera. En el exterior, la nieve seguía cayendo en abundancia, amontonándose contra las puertas y en los alféizares de las ventanas. Dentro, el fuego calentaba a los hombres mientras engullían la carne seca que les quedaba, regada con cerveza. El bullicio fue creciendo con la comida y la bebida, y los hombres empezaron a celebrar las victorias en el campo de batalla, los saqueos, las mujeres, las familias que les esperaban en Drom-Crovak y el ansia con que sus mujeres estarían aguardando a sus hombres después de tantas noches solas. Sólo dejaron de mencionar a la esposa de Crovak, pues únicamente él podía contar algo de ella, lo ardiente y dispuesta que era. Sin embargo, Crovak no estaba de humor, al parecer, para hablar de mujeres y pronto se levantó, asió una antorcha y se puso a recorrer las estancias de la planta baja del edificio. Finalmente, cruzó el vestíbulo y ascendió la escalera interior hasta el gran salón del piso superior, que era el lugar reservado al jefe, o lo hubiera sido caso de haberlo todavía. Todos los demás sabían qué tenía Crovak en mente en aquel instante: estaba buscando algún botín que saquear, como si hubiera olfateado su existencia igual que el galgo husmea el rastro de la chimenea de su amo. Nadie fue con él, pues Crovak no había llamado a nadie. Si encontraba algo, probablemente sería para él, pues tal era el privilegio del jefe. Y si era codicioso, todos se guardarían de echárselo en cara.

Crovak se sentía, de hecho, muy inquieto. Le gustaba estar siempre en acción, cazando o batallando. Si descansaba, le gustaba hacerlo con una muchacha o emborrachándose, y allí no tenían mujeres ni cerveza suficiente para todos. Por eso deambulaba por el caserón, entre las sombras de sus muros. No tenía muchas esperanzas de encontrar algo de valor y, cuando descubrió los grandes armarios negros en una estancia del piso superior, abrió sus puertas con el pie sin esperar hallar tesoro alguno. No se equivocaba, pues estaban vacíos.

Junto a la pared del fondo observó el armazón de una enorme cama antigua, donde las arañas habían construido sus telas igual que en los rincones del salón del piso inferior. Debido a las sombras y telarañas que cubrían el mueble, Crovak estuvo a punto de pasar por alto un objeto apoyado sobre uno de los siniestros pilares de la cama. Sin embargo, cuando ya salía de la habitación mascullando un juramento, la antorcha que llevaba en la mano captó un destello rojizo en la oscuridad y Crovak volvió sobre sus pasos para investigar.

Lo que encontró fue un objeto de pequeño tamaño oculto bajo una densa capa de telarañas grisáceas, con una especie de ojo de un color encarnado intenso, deslumbrante en su fulgor. Crovak agarró el objeto y apartó las telarañas; se trataba de una pequeña y fina flauta hueca de marfil, con tres agujeros abiertos y una gema escarlata en el lugar donde debería estar el cuarto. Crovak no era un hombre dado a supersticiones o fantasías pero, de pronto, le parecía que en la estancia se había hecho un silencio absoluto, extraño. Hasta la antorcha que llevaba en la mano había dejado de parpadear; incluso las arañas parecían haberse detenido, suspendidas de sus hilos. Sin embargo, la extraña sensación sólo duró un instante. Crovak agitó la flauta y la llama de la tea recuperó la normalidad, y las telarañas volvieron a mecerse bajo la brisa y las sombras volvieron a la vida. Entonces, Crovak se llevó la flauta a la boca para limpiar el polvo de su interior. Al hacerlo, la flauta dejó escapar un sonido, un susurro débil y agudo que, por alguna razón, le recordó al guerrero inmediatamente los gemidos de las mujeres cuando un hombre las abrazaba o las violaba. Aquello le sorprendió, y se llevó la flauta a los labios por segunda vez, pero en esta ocasión no salió sonido alguno y, por mucho que lo intentó, no consiguió arrancar una sola nota más del instrumento. Pese a todo, el rubí que llevaba incrustado le daba cierto valor.

Crovak salió de la estancia y bajó la escalera con aire fanfarrón. Jugueteó con la flauta, sin decir palabra para darse importancia, hasta que los guerreros le preguntaron dónde la había encontrado. El se lo dijo, y después les habló de su esposa y de cómo correría a colgarse de su cuello en cuanto llegaran al hogar. Cuando sus hombres ya dormían, Crovak siguió despierto un rato más, pensando en ella.

Por la mañana, la nieve caída estaba cubierta de una capa helada y en el cielo lucía un sol brillante pero frío. Reencontraron fácilmente el camino perdido la noche anterior y, a mediodía, Crovak y sus ochenta hombres ya estaban lejos del viejo caserón Drom, que quedó de nuevo vacío y frío bajo el blanco manto de la nieve.

Todavía les quedaban tres días más de viaje antes de llegar a Drom-Crovak.

Durante toda la primera jornada, el caballo de Crovak se comportó de forma extraña, desviándose del camino sin ninguna razón evidente y asustándose por nada. Crovak maldijo a su caballo, lo azotó y, por último, se lo regaló a uno de sus hombres a cambio de la montura de éste. De inmediato, el caballo que hasta entonces había montado Crovak recuperó su habitual tranquilidad, mientras que su nueva montura se ponía a dar respingos y se resistía a avanzar. Esa noche instalaron el campamento en el campo abierto. Los lobos aullaban en las suaves colinas situadas a espaldas del grupo, y las estrellas parecían dispuestas a imitar sus aullidos hambrientos, tal era su tamaño y su resplandor en el límpido cielo nocturno. Los hombres habían abatido un ciervo durante la jornada, y esa noche pudieron comer carne fresca. Tras la cena, Crovak se enroscó bajo su capa y soñó que tenía consigo a su esposa. Fue un sueño muy vivido, pero su mujer no parecía la de siempre, pues su cuerpo parecía de piedra bajo el abrazo del guerrero. Crovak despertó con el alba, sacó del bolsillo la flauta de marfil y se la llevó a la boca con una sonrisa, intentando evocar aquel gemido femenino de dolor o de miedo, pero tampoco ahora salió del instrumento sonido alguno.

El segundo día se repitieron los problemas con el caballo. Los guerreros llegaron a las tierras bajas y cruzaron el río helado. En algún momento de la jornada, Crovak empezó a sentir algo extraño a su espalda, como si alguien se apretara junto a él sobre la montura. No mucho después, el caballo se encabritó y cayó al suelo, lanzando al guerrero sobre la nieve. Crovak, enfurecido, asió una piedra de buen tamaño y la descargó sobre el cráneo del animal mientras éste trataba de levantarse.

El hombre al que había pertenecido el caballo se enfadó. Se produjo un altercado y Crovak terminó por derribar al guerrero con un golpe que casi le rompió a éste la mandíbula. Crovak recuperó su montura y el guerrero golpeado, ahora sin caballo, hubo de subir a la grupa de otro de los hombres. El caballo de Crovak volvió a desviarse del camino y a asustarse, pero se guardó mucho de derribar a su jinete.

Justo antes de que el sol desapareciera tras la blanca llanura, cruzaron un nuevo río por un vado donde el hielo se había roto y, al echar una mirada al costado, Crovak vio su propio reflejo a lomos del caballo y una sombra indefinida montada a la grupa, igual que el guerrero sin caballo venía a la grupa de la montura de un compañero.

Crovak tiró de las riendas y se volvió para ver qué había, pero no observó nada salvo la rojiza luz del atardecer y la fila de jinetes a su espalda.

Algunos hombres hubieran dado vueltas a lo ocurrido para encontrar una explicación, pero la mente de Crovak no estaba educada para meditar profundamente sobre el significado de las sombras o los sueños. No obstante, una vez levantado el campamento, extrajo la flauta de marfil y se la ofreció a uno de los hombres.

—Da una nota muy agradable —dijo—, pero es un instrumento muy obstinado.

El hombre asió la flauta y la hizo rodar entre sus dedos.

—No he visto jamás algo semejante, señor Crovak —respondió el guerrero—, pero prefiero no hacerla sonar.

—¡Vamos! —insistió Crovak—. Si te digo que soples, obedece y hazlo.

—He dicho que no.

—¿De qué tienes miedo? ¿No tendrás el corazón temeroso y encogido de una mujeruca, verdad? Quizá debería darte en matrimonio a uno de mis hijos de diez años, por ver si te dejaba embarazado y le dabas un hijo.

Los demás guerreros se unieron a la burla. Uno dijo que él se atrevía a hacer sonar la flauta pero, cuando ya estaba a punto de llevársela a los labios, estornudó. Cada vez que alzaba el instrumento, un nuevo estornudo se lo impedía. Todos comentaron el curioso suceso. Otro hombre que intentó hacer sonar la flauta fue presa de un acceso de tos, mientras que un tercero consiguió incluso posar sus labios en ella, pero en aquel mismo instante una chispa hizo saltar del fuego una astilla encendida que cayó sobre la capa del hombre, quien dejó caer el pequeño instrumento para apagar las llamas antes de que quemaran sus ropas. Por último, Crovak recuperó la flauta con una carcajada.

—La muy zorra se ha casado conmigo —comentó mientras guardaba el instrumento junto al cinto, acompañando sus palabras de una nueva carcajada.

La cabalgada del día siguiente resultó difícil, pero ya se encontraban cerca de Drom-Crovak; el perfil del terreno, los árboles, los senderos y todo cuanto veían les resultaba familiar, incluso bajo la nieve. Aquí y allá pasaban junto a alguna pequeña alquería; estaban en los límites de sus tierras, en las lindes del Drom. Los moradores de aquellas casuchas pagaban tributos a Crovak. Generalmente, cuando los guerreros del Drom pasaban por las alquerías a lomos de sus caballos, todas las mujeres se mantenían fuera de la vista. Sin embargo, a pocos kilómetros del final del viaje, encontraron a una niñita de no más de cuatro o cinco años jugando en mitad del camino. Entre los clanes se consideraba que matar a un niño, aunque fuera hijo de campesinos o de esclavos, traía mala suerte y, peor aún, era un delito castigado. Por ello, los guerreros tiraron de las riendas de sus caballos para impedir que la pequeña cayera bajo sus poderosas pezuñas. Una mujeruca hosca y enjuta salió apresuradamente del puñado de chozas al lado del camino para rescatar a la pequeña. Sin alzar siquiera la mirada hacia Crovak, la mujer murmuró unas palabras de disculpa y recibió a cambio un escupitajo de su amo y señor. Mientras los hombres continuaban su camino, la voz de la niña se alzó, aguda y perfectamente audible pese al ruido de las herraduras sobre la nieve:

—¡Mirad! ¡La mujer blanca!

Crovak escuchó la exclamación y, por alguna razón que no acababa de comprender, las palabras de la niña provocaron en él un acceso de furia. Hizo que el caballo diera media vuelta y retrocedió hasta la pequeña.

—Habla, puerca —dijo a la mujeruca—. ¿Qué está diciendo esa pequeña marrana?

—No lo sé, señor Crovak.

—La mujer blanca —repitió la niña—, en el gran perro del hombre.

—¿Qué? —rugió Crovak.

—Perdona, señor Crovak. La niña llama perro grande al caballo. Se refiere a tu caballo, señor Crovak. Pero no hay nadie montado en él.

—La mujer blanca —dijo por tercera vez la niña.

—¡Apartaos de mi vista! —gritó Crovak.

Descargó un golpe de látigo en las piernas de la mujer antes de que ésta pudiera escapar con la pequeña pero, finalmente, la infeliz consiguió correr pese al golpe, arrastrando a la niña consigo, en silencio, hasta refugiarse en la choza más próxima.

Crovak no estaba asustado, pues desconocía el temor, pero se sentía irritado, presa de una furia salvaje e inmotivada. Descargó la fusta en el cuello del caballo y éste se lanzó hacia delante con un relincho. Los guerreros apresuraron la marcha tras el galope de su jefe. Sin embargo, pese a cabalgar tan aprisa, Crovak sintió algo que le oprimía el pecho y, al bajar la mirada, vio algo extraño. Dos brazos blanquísimos, como la nieve inmaculada, le rodeaban el tórax con fuerza, cerrando el abrazo con dos manos igualmente blancas, cuyos dedos se entrelazaban entre las pieles de la capa del guerrero.

En ese instante, la furia —que no el miedo— se apoderó de Crovak. Con un bramido, pugnó por apartar de si los frágiles brazos blancos que le rodeaban. Y realmente consiguió su propósito ya que, de pronto, las níveas carnes desaparecieron. Cuando Crovak volvió a alzar la cabeza y apartó de su enfurecido rostro el sudor helado que lo bañaba, reconoció el camino que serpenteaba entre las suaves colinas de las Tierras Bajas, y que conducía a su Drom.

Crovak el guerrero, junto con sus ochenta hombres, divisó su hogar entre la nieve cuando ya caía la noche. Contempló a lo lejos la elevada empalizada y la muralla de tierra compacta en cuyo interior se encontraba el círculo de chozas; en su centro, elevado sobre un túmulo, se alzaba el gran salón de los jefes. En las puertas de la empalizada lucían unas antorchas encendidas y, sobre la muralla, patrullaban con sus espadas los hombres que Crovak había dejado de guarnición al partir para la batalla. Dentro del recinto, más antorchas ardían en las esquinas de las callejuelas, entre una choza y la siguiente. También la entrada al gran salón aparecía iluminada. Resultaba reconfortante volver de tierras lejanas y contemplar el Drom tan poderoso, tan seguro y tan acogedor con todas sus luces, como si la noche no tuviera ningún poder sobre las casas.

Crovak no era hombre de presentimientos, o al menos nunca habría reconocido tenerlos. Sin embargo, se volvió hacia sus hombres y les dijo:

—Montad aquí un campamento, pues esta noche voy a regresar solo a Drom. Quiero ver si se guardan bien mis leyes cuando estoy lejos del salón de los jefes.

Los hombres se echaron a reír, y uno se atrevió a predecir que Crovak encontraría a su esposa llorando, ojerosa y con el rostro cubierto de cenizas. Crovak sonrió y, dejando atrás su caballo, se deslizó como un cazador furtivo hacia la muralla.

Dejó atrás la empalizada con la habilidad de un ladrón. Nadie sino él podría haberlo conseguido. Los perros guardianes reconocieron su olor y, obedeciendo sus órdenes, permanecieron en silencio. Uno de los centinelas le sorprendió, pero Crovak se deshizo de él con un certero golpe de su puño. No quería correr riesgos. Avanzó a hurtadillas entre los callejones, envuelto en sus pieles, llegó a las puertas del salón de los jefes y penetró en él. Para subir al piso superior había dos escaleras, una interior y otra exterior. Esta última era la menos utilizada, y fue la que Crovak escogió. Todavía no era hora de cenar y, además, la esposa de un jefe no visitaba el salón principal mientras su marido estaba ausente. Al menos, no la esposa de Crovak.

El guerrero supo que la mujer estaba en su alcoba antes incluso de alcanzar la puerta de ésta, pues hasta él llegaba su aroma, el cálido perfume a manzana de su cabello y de sus carnes. Cuando abrió la puerta sigilosamente, comprendió también por qué era tan fuerte el aroma. La mujer no le había oído entrar, pues estaba demasiado ocupada. El hombre que estaba con ella tampoco le oyó.

La pareja yacía en el lecho de Crovak, concentrada en su abrazo.

Crovak, cuyas reacciones de furia solían ir acompañadas de un gran estruendo, no hizo el menor ruido mientras se deslizaba al interior de la alcoba y descolgaba de la pared una de sus lanzas de cazar jabalíes. Se detuvo un instante, con la lanza en la mano, a contemplar a su esposa y al hombre que la estaba poseyendo. No se sentía sorprendido ni herido pero, cuando saltó hacia delante y hundió la lanza con su fuerza inigualable hasta atravesar ambos cuerpos a la vez, dejándolos empalados en el lecho y rompiendo la madera de éste hasta dejar clavado el acero en una grieta de las losas del suelo, un escalofrío de ardiente placer recorrió todo su cuerpo. Permaneció inmóvil un instante, contemplando su agonía. En los ojos de su malhadada esposa había una súplica, un grito silencioso que le rogaba piedad y que permaneció grabado en su rostro hasta que entregó su alma.

Crovak sacó entonces la flauta de marfil y la contempló con una mezcla de odio y de afecto.

—Zorra —masculló, dirigiéndose al pequeño instrumento—. Tú me advertiste de lo que sucedía...

A continuación, desanduvo el camino hasta sus guerreros y, con ellos, entró en el Drom despertando a todos para celebrar su triunfo.

Naturalmente, no hubo luto por los muertos. Crovak entregó al hombre a su familia para que lo enterrara, pues era asunto de ellos. Pero a ella, a su mujer, Crovak la arrojó al descampado, a poca distancia de las puertas de la empalizada, para que los animales dieran cuenta de sus restos. Esa noche, la cena se sirvió tarde, pero se sirvió y Crovak participó en ella desde su trono de madera tallada, como si nada hubiera sucedido. Su furia había desaparecido, transformada en una especie de alegría artificiosa y sombría. Todos los hombres que participaban en el festín sabían que debían ir con cautela, por su propio bien. Esa noche, especialmente, sólo reían cuando Crovak reía; y cuando él permanecía callado, nadie osaba hablar y el silencio se extendía hasta las vigas del techo, junto con el humo. Y el guerrero que había hecho el comentario sobre las lágrimas de la esposa de Crovak permaneció en un rincón, fuera de la vista del jefe.

Finalmente, Crovak pidió su copa, la que habitualmente sólo utilizaba en las grandes ocasiones. La copa estaba hecha con el cráneo de uno de sus enemigos, al que había dado muerte en una guerra anterior; los ojos, la nariz y la boca estaban selladas con oro rojo y el borde por el que bebía llevaba una capa de oro sobre el hueso. Crovak dejó que le llenaran la copa de cerveza y apuró hasta la última gota, tras lo cual la dejó caer con gran estruendo sobre la mesa.

En aquel mismo instante, se oyó otro golpe, mucho menos fuerte, pero claramente audible para él, a las puertas del salón. Y, súbitamente, las puertas se abrieron. Quien penetró en el recinto no fue un guerrero, un esclavo ni un criado; tampoco fue un viajero, ni

un músico ambulante con su arpa a la espalda. No, no fue ninguno de ellos. Las puertas se abrieron para dar paso a una mujer, una dama blanca como la nieve invernal.

Crovak la reconoció al instante, y le gritó:

—Así que has venido a pedir tu recompensa por el aviso, , verdad?

En efecto, eso parecía. La mujer avanzó por el salón, donde el grito de Crovak había impuesto un silencio absoluto. La blanca figura no tenía aspecto de realidad. Más que una criatura viviente, parecía algo pintado o esmaltado. Llevaba unas vestimentas blancas muy diferentes a las utilizadas por las mujeres de la época; la túnica dejaba sus hombros al descubierto, y así había venido caminando bajo la nieve. La túnica era blanca, y del mismo color era su carne, como si no tuviera en ella una gota de sangre. Y también su cabello rubio pajizo era casi blanco. No había color alguno en su rostro, y hasta sus labios parecían carentes de sangre, pero tenía las cejas negras y los ojos igualmente negros, y las uñas de sus manos eran rojas como rubíes; parecía como si, en contraste con la palidez del resto de su cuerpo, hubiese sumergido las puntas de sus dedos en sangre. Y, realmente, sus blancas manos apenas se distinguían de sus ropas blancas, salvo por aquellas diez uñas como diez gotas de sangre que parecían salpicar su perfecta blancura.

—¿Qué deseas, mujer? —rugió Crovak—. Di cuál es tu precio.

La recién llegada siguió avanzando hacia él, pero no pronunció una sola palabra. En el salón, los guerreros miraban a un lado y a otro, observaban a Crovak y después al lugar donde éste miraba, el lugar donde estaba la mujer. A los guerreros les pareció ver que Crovak tenía miedo. Su frente y su negra barba estaban perladas de sudor, aunque en su boca había una sonrisa. Sin embargo, Crovak no estaba en absoluto atemorizado. Ni siquiera se inmutó cuando la mujer llegó junto a él y se detuvo, fijando la mirada en su rostro desde el otro lado de la mesa del banquete. La mujer le miraba inexpresivamente y su boca era tan pálida que Crovak no supo

precisar si le sonreía o le dedicaba una mueca.

—Está bien, ser espectral —dijo Crovak—. Hasta ahora no había creído en tu existencia, pero aquí estás. ¿Quieres sentarte conmigo? Serás la primera de tu sexo en sentarse a mi mesa, pero tus predicciones se han cumplido, así que quizá lo merezcas.

Crovak pidió que le llenaran otra vez de cerveza su peculiar copa. Sin embargo, la mujer no se sentó ni tocó nada de cuanto había sobre la mesa. Se limitó a mirar fijamente a Crovak con sus ojos negros como las alas de un cuervo. Crovak se volvió hacia sus hombres.

—¿Qué pensáis de ella? —preguntó.

Uno de los hombres, próximo a él, tuvo la osadía de preguntar, en tono vacilante:

—¿A quién estás viendo, señor Crovak? ¿Es acaso a tu esposa muerta?

Crovak soltó un grito de furia y, volviéndose hacia el hombre, le dejó tendido de un golpe.

—¿Quién más no la ve? —gritó.

Los guerreros se miraron, y los esclavos se acurrucaron junto a la chimenea bajando los ojos. Crovak comprendió que nadie más que él podía ver a la mujer. Al darse cuenta, volvió a reír estentóreamente.

—¿Así que eres sólo para mí? —murmuró. Dio un largo trago u su cerveza, y otro más—. ¿Eres sólo para mí?

Después de apurar su cuarta copa de cerveza, Crovak extendió la mano al otro lado de la mesa y la posó sobre el hombro desnudo de la mujer. El tacto la hacía más real de lo que parecía, pero su carne era muy fina, como si careciera de poros. Muy fina y muy fría.

—Y ahora, muchacha, ¿me dirás qué te ha traído aquí? ¿O sólo has venido a complacerte en la visión de Crovak Dientes-Blancos? Contémplame, pues.

Crovak pidió más cerveza. Bebió hasta que el pellejo quedó vacío, hasta que estuvo borracho y el salón se hizo borroso y, con él, las sensaciones de su cuerpo. Sin embargo, seguía viendo ante él a la mujer con toda claridad, inmóvil y con sus grandes y profundos ojos negros clavados en él. Por fin, Crovak se levantó, tambaleante y feliz. Se volvió de espaldas a la mujer y le susurró por encima del hombro:

—Te deseo buenas noches, pálida puerca.

Tras esto, salió del salón y recorrió con paso vacilante el vestíbulo silencioso y la escalera. Cruzó el cortinaje que cerraba la estancia donde apenas siete horas antes había puesto fin a su matrimonio con la pelirroja. Ya habían limpiado la sangre y habían cambiado las ropas de la cama, pero la madera de ésta y las losas del suelo guardarían para siempre la señal del paso de la lanza, lo cual constituiría algo muy importante que mostrarle a la siguiente mujer que se acostara allí en calidad de esposa.

Crovak se quitó las botas y el cinto, salió de nuevo a la galena y orinó en la escalera. Al volver a entrar en la alcoba, encontró a la mujer de pie, al lado de la cama.

Crovak dio un grito, esta vez mudo. Durante una tracción de segundo, una sensación fría le agarrotó el vientre. Después, volvió a enseñarle los dientes y dijo:

—¿Tú querrías ser mi esposa, verdad?

Avanzó hacia ella, con pasos un tanto inestables, y la asió entre sus poderosas manos.

La mujer no opuso la menor resistencia ni protestó cuando él la levantó sobre la cama y la dejó caer en ella. Crovak tenía ganas de una mujer y se apresuró a levantarle las faldas. Incluso aquella parte de su cuerpo era pálida, pero eso no le refrenó, como tampoco lo hicieron los blancos pezones de sus pechos, que deberían haber tenido algún rastro de color, cuando sus poderosas manos desgarraron el escote de la túnica para contemplar su cuerpo. La poseyó, pero la bebida hizo que fuera más lento de lo habitual. Lo bastante lento como para apreciar cómo ella le miraba, inmóvil e insensible, mientras él la poseía con furia. La mujer no respiraba agitadamente, no hacía el menor sonido, y sus ojos seguían abiertos. Aquellos ojos le atravesaban, correspondiendo con un frío total a su ardor. Y cuando Crovak se estremeció, gimió y se dejó caer sobre ella, incluso entonces, la mujer siguió mirándole, siguió observando su rostro con aire desinteresado y desprovisto de toda piedad.

Apenas pasó el momento de paroxismo, un mareo insoportable se apoderó de Crovak quien, levantándose de la cama, corrió a la puerta y vomitó allí el exceso de cerveza.

La mujer también contempló la escena con la misma frialdad.

Y cuando Crovak se dejó caer de nuevo en la cama con un gemido, ella siguió observándole. Y cuando el guerrero reunió todas las fuerzas que le quedaban y la echó de la cama de un empujón, apenas transcurrió un instante antes de volver a tenerla acostada a su lado, con el rostro vuelto hacia él, sin rastro de golpes o heridas, mirándole fijamente.

Crovak perdió el sentido, o se quedó adormilado. Al despertar, la oscuridad reinaba en el Drom. Desde la puerta de la alcoba llegaba hasta él el hedor de sus vómitos y, compartiendo su cama. seguía todavía la mujer.

—¿Qué quieres ahora, perra? Aunque seas una adivina, ya te has quedado más tiempo del conveniente.

Se levantó y la arrastró fuera de la cama. Era liviana y resultaba fácil llevarla. Crovak dejó atrás los cortinajes y salió a la escalera interior, desde cuya parte superior la dejó caer sin dificultad. La mujer rodó escaleras abajo y Crovak vio cómo se detenía, inmóvil, al pie de los peldaños, bajo la luz mortecina de la única antorcha que permanecía encendida en el vestíbulo.

Crovak emitió una risilla. La pálida mujer no le daba ningún miedo.

Regresó a la cama y durmió profundamente. Sin embargo, al despertar de nuevo, una hora antes del amanecer, la mujer volvía a estar a su lado, con sus ojos apenas a unos centímetros de él, impolutos, frígidos y terribles como los de una serpiente.

Crovak la golpeó. Le dio una paliza que ninguna mujer, y muy pocos hombres, hubieran podido resistir. Ella no hizo el menor ademán de defenderse, y ni siquiera se encogió bajo sus golpes. Debía de ser muda, pues ni siquiera entonces emitió el menor gemido, aunque en un momento en que creyó ver su lengua, puntiaguda y pálida, Crovak creyó apreciar sangre en ella. Cuando cayó al suelo como un fardo, Crovak utilizó también los pies, dándole patadas en las piernas y en el estómago. Y mientras la golpeaba una y otra vez, Crovak gritaba y rugía como un toro, hasta que por fin sus guerreros subieron corriendo la escalera e irrumpieron en la estancia con ojos todavía adormilados, empuñando las espadas.

—¿Tienes algún problema, jefe Crovak?

—¡No sucede nada! —replicó él, visiblemente alterado.

Siguió dando patadas a la mujer, sabedor de que sus hombres no la veían, de que era sólo para él. Descargaba su odio sobre ella mientras el sudor resbalaba en gruesas gotas por su rostro congestionado.

—Volved a vuestros cubiles y dejadme en paz con mis cosas.

Más tarde, cuando se hubieron marchado, Crovak arrastró a la mujer por la escalera exterior y la subió sobre un caballo. Llamó luego a dos esclavos que dormían en un pajar y los envió con el caballo fuera del Drom, bajo el amanecer gris y helado.

—Hacedlo correr hasta agotarlo, y después dejadlo solo.

Los esclavos le miraron con ojos como platos. En invierno, los lobos merodeaban muy cerca del Drom. Las voraces alimañas devorarían el caballo y, muy probablemente, acabarían también con ellos. Pero Crovak se había vuelto loco, había enloquecido cuando descubrió a su mujer en plena infidelidad, o antes incluso, decían otros. Sus rarezas, se decía, habían empezado durante el regreso tras la última guerra. Los esclavos, no osando desobedecer, llevaron el caballo fuera de la empalizada y lo hicieron correr sin descanso. Crovak les vio desaparecer con el caballo, a cuyos lomos iba montada la pálida mujer. Una sonrisa iluminó su rostro, pero el aire frío acarició su dentadura causándole un intenso dolor. Crovak se sorprendió, pues hasta entonces jamás le habían dolido los dientes.

En el interior del salón de jefes, los guerreros murmuraban por lo bajo. Sin embargo, cuando Crovak se acercó, todos enmudecieron.

Cortó un pedazo del asado que había sobrado de la noche anterior y al volverse, con el cuchillo de cortar todavía en la mano, vio a la mujer pegada a su lado.

Soltó un grito. Hundió el cuchillo directamente en su blanco pecho y lo volvió a sacar. Ella permaneció incólume, sin sangrar, mirándole fijamente. Crovak lanzó una carcajada. Lanzó una carcajada y estrelló el puño contra la pared, y siguió riendo hasta que los guerreros se retiraron del salón y los esclavos se ocultaron bajo las mesas.

––¿Es que no voy a librarme de ti? ¡Bienvenida, pues, compañera mía...!

—¿Cuánto tiempo tendremos que soportar esto? —se preguntaban los hombres—. Ciertamente, es nuestro jefe. Y si antes era arbitrario y despótico, lo tolerábamos porque era un gran hombre, un gran guerrero. Y en eso obramos bien, pero este invierno...

—Este invierno, Crovak se ha vuelto loco—decían otros—. Un nuevo jefe debería dirigir el Drom. ¿Acaso debemos prestar nuestros brazos y nuestras espadas a un loco?

Sin embargo, todos temían demasiado a Crovak para rebelarse abiertamente contra él. Eran más de diez años los que llevaba imponiendo ese temor, aunque ahora ya llevaban dos meses experimentando su locura. Le habían visto enfurecerse, murmurar o gritar sin razón, y le habían visto echarse a reír y hacer gestos despectivos por encima del hombro sin un motivo. Le habían visto deambular por el salón hasta el amanecer, sin acostarse en toda la noche, como si temiera hacerlo. Y tampoco había tomado una nueva esposa. Si alguien se la ofrecía, la respuesta de Crovak era invariablemente:

—¡Ya tengo una!

Y los guerreros desconocían otras cosas: no sabían que su jefe, cuando por fin se tendía en su lecho vencido por el cansancio, intentaba mantenerse despierto, consciente de que, en cuanto se abandonara al sueño, dos piedras negras, bruñidas y refulgentes, seguirían mirándole fijamente. Tampoco sabían los guerreros que, en las pocas ocasiones en que su jefe poseía a aquella ilusoria mujer, el fogoso Crovak era incapaz de encontrar placer en ella, apagado su ardor por la frialdad de su pálido abrazo. Hasta sus muslos eran fríos, fríos como el invierno, y blancos como la nieve, igual que el resto de su cuerpo. Crovak la tomaba con ansia febril y luchaba por ser un hombre con ella, pero la mujer era pura roca y sus esfuerzos fracasaban una y otra vez. Ni siquiera las fiestas en el salón de los jefes le animaban, pues en su mente tenía siempre presente que ella estaba allí observándole, observándole...

Crovak se volvió arisco y displicente. Hablaba con ella continuamente, pues como ella no decía nada, él tenía que hablar por los dos.

—¿Qué buscas? Dímelo y lo tendrás. ¿Quieres la flauta, esa flauta con el rubí que te trajo ante mí? ¿Es eso lo que buscas? ¿Quieres que te la devuelva? Toma, aquí la tienes.

Pero las manos de uñas rojas seguían pegadas a sus costados, como gotas de sangre sobre la blanca túnica. Crovak probó a pisar la flauta bajo sus pesadas botas, pero no se rompía. Intentó deshacerse de ella lanzándola lejos, pero el pequeño instrumento reaparecía siempre en su cinto, igual que la mujer reaparecía a su lado. Algunos de los guerreros de Drom-Crovak empezaron a desaparecer del pueblo, generalmente de noche, en grupos de cinco o seis, de diez y hasta de catorce. Acudían a otros Drom, a otros jefes. Otros guerreros, que tenían sus familias en Drom-Crovak y estaban más enraizados allí, empezaron a proyectar tímidos intentos de eliminarle, pero los descartaron rápidamente. Las leyes del clan eran muy rigurosas, y no conseguían olvidarlas del todo. Y tampoco olvidaban la fuerza del brazo de Crovak. Cierta noche, mientras Crovak orinaba junto a una pared, un hombre había intentado matarle con un cuchillo; pero Crovak, siempre con la blanca mujer a su lado, observándole incluso entonces, había advertido la presencia del atacante entre las sombras, y había terminado con él. Ciertamente, Crovak seguía siendo rápido y fuerte.

Sin embargo, ¿lo era tanto como antes? Cuando bebía, y ahora se emborrachaba con frecuencia, las manos le temblaban. En ocasiones, se sentaba y se llevaba las manos a la quijada, pues le dolían los dientes. Durante el segundo mes, el problema con los dientes empeoró hasta el punto de hinchársele toda la cara, y llamó al barbero para que le arrancara uno de los incisivos. El dolor le hizo aullar y por un instante pareció a punto de matar al barbero. Ahora, con aquel hueco negro en la boca, nunca más le llamarían Crovak «Dientes-Blancos». Poco después, perdió otro diente, que se volvió oscuro y se le rompió en la boca. Era un hecho extraño, pero demostraba claramente que su vigor le estaba abandonando.

El invierno se hizo aún más crudo en las Tierras Bajas. Las nieves se extendieron, convirtiendo en grises las noches más oscuras. Los lobos aparecieron a las puertas mismas de la empalizada y los hombres de Drom-Crovak salieron a cazarlos. Y, mientras cabalgaba, Crovak se volvía continuamente hacia el imaginario ser que montaba a su grupa, riendo y escupiendo mientras mascullaba en tono burlón:

—¿Vas cómoda, cerda? ¿Te gusta cabalgar con Crovak?

Y cuando arrojaba sus lanzas contra las alimañas, erraba siempre el blanco.

Llegó una noche en que Crovak saltó de su trono de madera tallada y se puso a rugir y desvariar sin descanso. Era ya el tercer mes, y aquello produjo más temor que nunca en el salón, del que ya faltaban numerosos guerreros. Crovak se había vuelto un loco furioso y parecía que jamás recuperaría la razón. En su arrebato, destrozaba mesas y bancos. Cayó en sus manos un joven esclavo, al que envió por los aires hasta el otro extremo del salón. Nadie sabía qué hecho concreto había causado aquel acceso de furia, ni por qué repetía obsesivamente su antiguo grito de orgullo:

—¡Un hombre engendra sólo hombres!

De pronto, Crovak huyó corriendo hacia la oscuridad apenas rota por las antorchas, saltó sobre un caballo y salió del Drom sin cesar un instante en sus gritos. Y sus bramidos se difuminaron en el silencio nocturno como se apaga el grito del hombre que cae por un profundo precipicio.

Un estremecimiento de terror sacudió a la mujer tras la puerta cerrada de la choza.

—¿Quién anda ahí?

—¡Yo, zorra! —tronó la voz rugiente, ronca y furiosa del hombre—. ¡Abre, o derribo la puerta de un puntapié!

La mujer retrocedió y, al cabo de un instante, la puerta saltó hecha astillas. Crovak irrumpió en la choza. La mujer advirtió grandes cambios en él: los dientes echados a perder, las canas de su barba negra, las venas rojas en sus ojos, y su cuerpo agitado y demente. El marido de la mujer había muerto un mes antes, devorado por los lobos, y ahora se veía obligada a salir adelante por sí misma. Observó al jefe del Drom encogida de temor.

—¿Dónde está la pequeña? —preguntó Crovak.

Un nuevo acceso de terror sacudió a la mujer. ¿Qué se proponía hacerle a su hija?

—¡Vamos! —masculló él—. Tu hija es un hada, ¿verdad? Ella ve cosas donde los demás son ciegos.

—Eso suele suceder entre los muy jóvenes y entre los muy ancianos, señor Crovak... Ellos están más cerca de los límites de la vida...

—¡Trae a esa marrana! —gritó Crovak.

La mujer dio media vuelta y levantó a la pequeña del suelo, junto a la chimenea. El alboroto no la había despertado, pero en ese instante abrió los ojos y miró a Crovak.

Este suspiró y dirigió a la mujer una torva mirada.

—Primero, dime tú, zorra, si estoy solo.

La mujer asintió, estrechando entre sus brazos con fuerza a la niña.

—Ahora, tú —dijo Crovak a la pequeña—. Dímelo tú.

La niña emitió una risilla. Su madre, alarmada, la animó a responder:

—Dile al señor lo que ves. Dile si hay alguien con él.

—La mujer blanca —dijo la niña.

—¿Dónde? —rugió Crovak, con los ojos encendidos.

—Junto al hombro izquierdo.

—Sí, víbora. Junto a mi hombro izquierdo. Ahora, dime cómo es.

La niña bajó la vista y barboteó algo, jugando con el cabello de su madre. Ésta se puso nerviosa e insistió una y otra vez:

—Dile al señor, díselo...

—Es toda blanca —susurró la pequeña—, con hollín en los ojos y rojo en los dedos.

Crovak jadeó, poniendo al descubierto sus dientes descoloridos. Luego murmuró:

—¿Y está más gruesa en la cintura que la otra vez que la viste, más hinchada, verdad? Hace tres meses que me acuesto con ella...

La madre de la pequeña se llevó la mano libre a la boca. La niña sonrió tontamente. De pronto, su mirada había adquirido un aire astuto y socarrón.

Crovak volvió al Drom y, al cruzar las puertas de la empalizada, vio a su alrededor las miradas heladas de sus moradores, llenas de desagrado, desconfianza y desprecio apenas contenidos. Crovak anunció una fiesta en el salón. Ordenó que se sacrificaran tres vacas y cinco corderos y que se abrieran diez barriles de cerveza, aunque en Drom-Crovak quedaban por entonces menos hombres que nunca. Y menos esclavos, pues muchos habían huido. Incluso menos mujeres, ya que cinco de las golpeadas por Crovak en sus accesos de furia habían muerto.

—Esta fiesta —dijo Crovak al pueblo del Drom, despidiendo saliva al hablar— es para celebrar la venida de otro hijo. Mi esposa fantasmal está encinta. Ved su vientre..., pero no, claro. Vosotros no la veis. No importa. Está encinta. Y va a darme un hijo.

Al final de la fiesta, Crovak cayó en un estado de profundo estupor y, cuando se recuperó, estaba tendido en el suelo del salón de los jefes, atado y con una mordaza de tela en la boca. A su alrededor, de pie y con sus espadas desnudas, estaban todos sus guerreros.

No le habían matado. Igual que matar a un niño, traía mala suerte e iba contra las leyes matar a un hombre dormido, y menos aún al jefe. Sin embargo, habían discutido largo y tendido. Los guerreros de Drom-Crovak. Sus mujeres no estaban seguras, el Drom estaba maldito; se necesitaban sacerdotes y el arbitraje de los viejos del clan. Hasta los hijos legales de Crovak aprobaron lo que debía hacerse. No había nadie que no temiera la locura que se había apoderado de su jefe y, en consecuencia, de las huestes bajo su mando.

Crovak se agitaba bajo sus ligaduras, lenta y torpemente. Los guerreros le informaron de lo que iban a hacer, y le informaron casi con cortesía. Podían permitirse ser corteses, pues tenían todas las cartas en la mano.

Fue puesto sobre un caballo y transportado a un paraje desierto a unos tres kilómetros del Drom. Allí había una choza de piedra con un techo que, poco o mucho, resguardaba de la lluvia. En el suelo había un poste de piedra, con una argolla de la que partía una corta cadena de hierro: en aquel lugar se guardaban a veces los rehenes capturados en las guerras, para negociar después su rescate. Serviría para encerrar al demente Crovak. Por muy fuerte que fuese todavía, se dijeron los guerreros, no podría liberarse de aquellas cadenas.

Y así fue. Durante cuatro meses, allí se pudrió Crovak.

Allí seguía día tras día, sentado o tumbado en el colchón de paja, o bien paseando el reducido espacio que le permitía la cadena, como un perro inquieto. No pasaba frío, pues sus hombres le dejaron pieles y cueros para abrigarse y hatos de leña para alimentar el fuego. Asimismo, cada cinco días alguien acudía con más comida, bebida y leña, y mientras un hombre se ocupaba de estos menesteres, tres guerreros más vigilaban a Crovak. Y otro más estaba pendiente por si aparecía la mujer blanca.

Los hombres le juraron que, cuando la nieve se retirara, enviarían noticia de lo sucedido al clan y pedirían la reunión del consejo para que allí se decidiera su destino.

Sin embargo, cada vez que le visitaban, Crovak parecía un poco más decaído, o un poco más exaltado; o les gritaba, o les gimoteaba. Parecía más loco cada día que transcurría. Y, cada vez con mayor frecuencia, se volvía hacia su invisible demonio y le susurraba cosas. Si algún guerrero recordó la flauta de marfil encontrada en el Drom vacío aquella noche en que llegó la nieve, a nadie se le ocurrió mencionarla. Por ser un pueblo supersticioso, habían prestado poca atención específica al demonio de Crovak, y quizás eso fuera lo más sensato por su parte.

La mujer blanca estaba sentada al otro lado del fuego, mirándole. Jamás cesaba de contemplarle. Por la noche se acostaba junto a él, pero Crovak nunca encontraba calor en ella. Sus ojos jamás se cerraban, ni siquiera parpadeaban. Y su vientre seguía hinchándose.

Una noche, al cuarto mes de encierro, Crovak despertó y, bajo el resplandor mortecino de los rescoldos encendidos, la asió por el cuello e intentó estrangularla, aunque sabía que su empeño era inútil. Apretó sus corroídos dientes y hundió los dedos en su cuello con todas sus fuerzas, pero los negros ojos de ella siguieron clavados en los suyos y el vientre hinchado se apretó contra los genitales que habían causado su estado y que ahora no podían hacer nada.

—Entonces, ¿vas a matarme? —repitió una y otra vez—. ¿Te llevarás también mi alma?

Y cuando le soltó el cuello, no había en éste la menor señal de violencia. Ahora, a Crovak le dolían por igual los dientes y los brazos, de la tensión de intentar estrangularla.

Allí tendido, gimoteando en voz baja de dolor, la mente de Crovak volvió al Drom donde había encontrado la flauta. Pensó en la leña preparada junto al hogar, en el vacío sin ruinas. Se preguntó si algún otro hombre habría sido esclavizado allí de igual modo que lo estaba él ahora, esclavizado allí hasta la muerte. Crovak recordó las arañas que esparcían sus hilos. Pensó en la flauta, en el suave soplido que le había dado y en el gemido, como el de una mujer herida o asustada. Tomó la flauta del cinto y la hizo girar entre sus dedos.

Soplando la flauta había dado vida a la mujer. Si hubiera una manera de soplar a la inversa y hacerla desaparecer...

Llevado por el espanto, Crovak casi se había acostumbrado a su perpetua mirada y, volviéndose de espaldas, con gesto ocioso, empezó a palpar el rubí engastado donde debería haber estado el cuarto agujero de la flauta. Por fin, cansado de acariciarlo, se llevó la flauta a los labios y puso el dedo sobre la gema.

De pronto, le pareció que en el blanco rostro que le observaba se producía una ligerísima y sutil alteración. Para entonces, Crovak estaba innegablemente loco, pero no se trataba de una demencia ciega. Entre sus pensamientos a la deriva surgió una extraña idea y Crovak dio lentamente la vuelta a la flauta en su mano, de modo que el final del instrumento quedara apuntado hacia él. Asida de este modo, se llevó la flauta a los labios y sopló.

Emitió un sonido. No como la vez anterior: no un gemido. En esta ocasión, agudo y lejano, el sonido era una... una risa.

La mujer hizo dos cosas, dos cosas que jamás había hecho hasta entonces. Abrió mucho la boca, y así vio Crovak que sus dientes refulgían y sus ojos brillaban como el carbón. Y, de pronto, cerró ojos y boca a la vez. Finalmente, la mujer hizo una tercera cosa. Cayó hacia atrás, hasta el suelo enlosado, y desapareció.

Crovak apenas podía dar crédito a lo que acababa de contemplar. Emitió un gruñido y se agitó haciendo sonar las cadenas, esperando con la lengua colgando a que la figura reapareciera. Pero no sucedió nada.

Al llegar el día, Crovak siguió buscándola, pero ella no volvió a aparecer.

Cuatro días enteros esperó Crovak, y durante cuatro días no se volvió a presentar la pálida silueta. La cuarta noche excavó un agujero entre las losas del suelo y enterró en él la flauta, con una sonrisa en los labios. Al quinto día, Crovak seguía sonriendo para sí, abrazándose y haciendo sonar la cadena. Reavivó el fuego y, cuando los guerreros acudieron a traerle provisiones, habló con ellos. Les dijo que ya estaba bien, que había expulsado al demonio, pero como babeaba al hablar, ellos no le hicieron caso. No obstante, aprovechando con astucia un momento oportuno, consiguió hurtarle a uno su cuchillo. Y cuando los hombres se hubieron marchado, se cortó el pulgar y consiguió así sacar la mano del cepo que la aprisionaba.

El dolor de la herida no fue para él más que un distante malestar y se aplicó nieve fresca a la herida, amortiguando la hemorragia y el dolor restante. Siguió las huellas de los caballos en el blanco manto, recorriendo la distancia que le separaba de Drom-Crovak. Anochecía y las antorchas iluminaban las puertas de la muralla. Se acercó a uno de los hombres que guardaban la empalizada, le dio muerte con el cuchillo y empuñó su espada. A continuación, Crovak irrumpió en su Drom y lo arrasó con la espada conseguida, y a muchos hombres y mujeres dio muerte hasta que se hartó del ejercicio. Entonces tomó un caballo y se internó en el paraje invernal, con los ojos inyectados en sangre y las ropas manchadas de ella, entonando un cántico.

¿Qué más cosas se cuentan de Crovak? Esto se dice de él:

Durante dos meses más deambuló bajo el invierno. Vivía como un animal, saqueando las fincas de las cercanías, que en otro tiempo le habían pagado impuestos. Antes, su presencia ya causaba temor, pero ahora los lugareños tenían razones más próximas para temerle. Crovak daba muerte a familias enteras por una mera rebanada de pan o un poco de carne. Se decía que bebía sangre humana, pero no se sabía a ciencia cierta cómo o dónde vivía, aunque seguramente debía de refugiarse en alguna choza derruida. Su locura le mantenía vivo. Del Drom partieron varios grupos para intentar capturarle o darle muerte, pero jamás le encontraron.

Había sido un invierno inusualmente crudo, iniciado muy temprano y que parecía negarse a terminar, pero por fin la nieve desapareció, los senderos se hicieron sucios y fangosos y los ríos empezaron a correr con aguas límpidas.

Crovak deambulaba por los bosques que rodeaban las tierras bajas de cultivo. Su caballo había muerto ya para entonces, y el aspecto del antiguo jefe daba espanto con sus harapos, su suciedad y sus dientes carcomidos asomándole entre la barba medio canosa, enmarañada y llena de restos de plantas.

Había olvidado muchas cosas y ya no razonaba en la forma que lo hacen los hombres. Sin embargo, todavía recordaba lo suficiente y encontraba un perverso placer en su supervivencia.

No recordaba bien cuándo había bajado al campo. La tierra estaba removida por el arado y, sobre ella, había una capa de hierbas silvestres, pero en el medio había una arboleda, y junto a ella un grupo de chozas. Detrás quedaba el camino, que Crovak sabía le conducía al Drom, más allá de las suaves laderas de las colinas. En el campo había una niña jugando, y él advirtió su presencia.

Se acercó a la pequeña. No llevaba ninguna intención concreta respecto a ella, salvo la perversa necesidad de asustarla. Sin embargo, las hierbas crujieron no sólo a su paso, sino como si junto a él avanzara alguna especie de pequeño animal. La niña levantó la mirada y vio a Crovak.

El hombre le dedicó un gruñido, pero la niña no pareció alterarse. En realidad, al volver a mirar a la pequeña, fue Crovak quien sintió de repente un frío helado en el vientre. Dedicó a la niña un sonido gutural, pues ya no era capaz de pronunciar palabras, y por fin, tras un gran esfuerzo, consiguió articular su desafío:

—¿Qué ves ahora? ¿Está ella aquí? Dime, ¿está aquí? ¿Está esa cerda pálida?

La niña movió la cabeza en señal de negativa.

—No —susurró.

Crovak sonrió y musitó:

—No, se acabó la mujer blanca. La he hecho regresar. Crovak es muy listo. Crovak, Dientes Blancos.

En ese instante, la madre salió de una de las cabañas y, al ver al antiguo amo, se quedó paralizada. Aquello divirtió a Crovak, quien se lamió sus nueve uñas negras. A su espalda, entre las hierbas, la misteriosa criatura volvió a agitarse. La niña miró más allá de la posición de Crovak, hacia el suelo, y se echó a reír.

—¿Qué es? —preguntó Crovak, con una carcajada—. Dime qué es. ¿Un zorro? Yo he comido zorros en el bosque...

—Mira —dijo la pequeña.

Junto a las chozas, la mujer levantaba las manos hacia Crovak, implorante.

—¿Puedo comerte, entonces? —preguntó Crovak—. Como si fueras una zorra...

—Mira —repitió la pequeña.

Estaba contemplando algo situado justo a la espalda de Crovak y ligeramente a su izquierda, y que no se elevaba del suelo hasta más allá de media pantorrilla.

—¿Dejarás que juegue conmigo? —preguntó la niña con impaciencia.

Crovak no se volvió.

—No está ahí —se limitó a decir—. La mujer blanca no está.

—No —confirmó la niña.

Crovak no se volvió. No quería pensar en aquel vientre hinchado que se había apretado contra él. No quería pensar en cómo se había jactado de su capacidad para engendrar hijos.

—Es una niña pequeña como yo. No lleva ropas —dijo la niña—, pero tiene las puntas de los dedos rojas.

Crovak soltó un grito. Se volvió y echó a correr. Tras él, apenas audible, se escuchaba el rumor de algo pequeño que se arrastraba entre las hierbas y que, pese a su tamaño, avanzaba a la misma velocidad que el hombre. Mantenía su velocidad, la mantenía, y en ningún instante desfallecía.

Nada más se ha sabido, o se ha dicho, de Crovak.

LA TREGUA


Tanith Lee.

El alba había teñido ya el cielo de escarlata cuando Issla abandonó el lugar de plegarias. Issla había pasado en aquel lugar la mayor parte de la noche, sin realmente orar, pero obteniendo un cierto confort con la presencia invisible del alma de los ullakins difuntos. Hoy era el día importante y terrible. Y tantas cosas dependían de lo que iba a ocurrir aquel día que se le hacía intolerable incluso pensar en ello. Drael permanecía inmóvil en la entrada del lugar de plegarias, con el venablo en la mano. Issla se apretó contra aquel cuerpo conocido y amado, buscando protección, y las miserables y aterradas lágrimas terminaron por traspasar la muralla de sus ojos.

—Tranquilo, mi amor —la consoló Drael—. No tengas miedo.

—Pero tengo miedo, de veras —sollozó Issla—. ¿Cómo podría no tenerlo? Hoy me hacen llevar la carga de la vida, e incluso tú que me quieres no vas a hacer nada para detenerme cuando parta hacia el lugar de la tregua para sufrirla.

—No sufrirás —la interrumpió Drael rudamente—. Nadie te hará daño. Es imposible que ellos violen la tregua, aunque sean solo bestias. Yo aguardaré cerca de la entrada de la gruta, con mi venablo, y si me llamas acudiré y mataré al animal que esté contigo. Ten confianza en mí. —Los sollozos de Issla se espaciaron—. Ahora ven —siguió Drael—. El jefe quiere bendecirte antes de que cumplas con tu tarea.

Escalaron la pendiente, el brazo de Drael en torno a los hombros de Issla. El camino era empinado entre las grisáceas rocas y los pocos árboles espinosos que habían conseguido crecer aquí y allá. La fortaleza de los ullakins estaba construida en las rocas, al abrigo de sus enemigos, pero era glacial e inconfortable.

El jefe estaba de pie ante la caverna principal, aguardando, su venablo en la mano; los guerreros ullakins lo rodeaban. Issla se acercó, la cabeza baja, y el jefe le dio su solemne bendición. Luego el jefe tendió el brazo hacia el estrecho desfiladero que serpenteaba entre las colinas, donde antiguamente había discurrido un viejo río secado por el tiempo, y allí estaban ya, los terribles ullaks, el enemigo eterno de los ullakins, pasando sin ser molestados por entre los centinelas perchados en las aristas de roca. Puesto que hoy era el día de la tregua. Issla dejó escapar un sollozo.

—Valor —consoló el jefe—. Drael ha jurado protegerte, al igual que todos nosotros. Pero sé valiente y tal vez salves a nuestra raza y a la suya. Aunque nuestros antepasados son testigos de que el precio que hay que pagar es muy alto.

Issla miró a la tribu que se acercaba y vio tras un instante que no eran tan terribles como se lo habían anunciado. Issla jamás había combatido con los guerreros y nunca había visto a los ullaks tan de cerca, pero no parecían tan distintos de los ullakins. Al menos no tan distintos como decían las historias. Subieron la larga escalera toscamente tallada en la piedra que conducía hasta la fortaleza y, al llegar a su cima, ocuparon su lugar en la plataforma, frente a la entrada de la caverna sagrada.

—Venid —ordenó el jefe. Y los ullakins avanzaron a su vez sobre la plataforma, al primer calor del día.

—Ahora ya no tengo miedo— dijo Issla.

—Eso es bueno —respondió Drael—. Pero recuerda que debes permanecer alerta, ocurra lo que ocurra. Son animales, y sus formas de amar son odiosas. —Con una extraña rabia en la que no estaban exentos los celos, Drael escupió al suelo.

La gruta sagrada, aquella gruta que era tan importante hoy, se abría aproximadamente en mitad del muro de piedra que dominaba la plataforma. Una burda tela de color blanco sucio, pintada con los símbolos rituales de los ullakins, ondulaba ante su entrada, ocultando su interior. A la derecha estaba el jefe enemigo, en primera fila ante sus guerreros ullaks. Las pieles con que se cubrían estaban mal curtidas, y ahora que estaban tan cerca Issla fue consciente de su hedor, un olor que no venía tan solo de las pieles sino también de aquellos cuerpos extraños y de su sudor.

Odio a mi enemigo, pensó bruscamente Issla, recordando el juramento tradicional de los guerreros. Pero hoy no debo odiarlo.

Los dos jefes se acercaron el uno al otro y afrontaron en silencio sus miradas. El jefe de los ullaks era más alto, y una ligera sonrisa cruzaba sus labios; apoyado sobre su venablo, ignoraba deliberadamente e?, carácter sagrado de aquellos instantes.

—Tú eres mi enemigo, pero hoy te rindo honores —dijo el jefe de los ullakins.

El ullak repitió el juramento de la tregua. Volvieron a mirarse en silencio.

Ralka, el portavoz de los ullakins, avanzó y empezó a recitar la razón que motivaba aquella reunión, algo que ya todos conocían. Pero, por conocida que fuera, una gran calma reinó sobre la plataforma mientras todos escuchaban atentamente.

—Nos hemos reunido aquí, olvidando nuestras disputas, para hallar un camino a la supervivencia. Ha sido dicho que en los tiempos antiguos los jóvenes podían nacer del amor, ser llevados por el cuerpo y puestos al mundo intactos. Hoy, ninguna de nuestras dos razas puede producir jóvenes de este modo; hasta ahora, confiábamos en las máquinas reproductoras y en las incubadoras que nos dejaron nuestros antepasados, bendito sea su nombre. Pero hoy las máquinas ya no funcionaban. Las incubadoras se deterioran y los jóvenes mueren. Y lo mismo ocurre a cada lado. Ha sido dicho que antiguamente ullaks y ullakins eran un solo pueblo, y en respuesta a nuestras plegarias nuestro oráculo nos ha ordenado establecer una tregua, poner frente a frente a un miembro de cada una de nuestras tribus, y esperar a que se les aparezca un signo y encuentren el medio de dar nacimiento a una raza híbrida. Vosotros habéis dado vuestro acuerdo. —Ralka hizo una seña a Issla, que avanzó temblorosa—. Esta es nuestra elección. ¿Cuál es la vuestra?

Uno de los ullaks se acercó arrastrando los pies. El alargado rostro que Issla pudo ver definirse frente a ella, bajo la brillante luz del sol, no parecía confiar mucho en sí mismo. Issla sintió una repentina simpatía hacia aquel animal, y su miedo disminuyó.

El jefe ullakin dijo duramente:

—Que ninguno de los dos haga daño al otro. Se os permite matar a nuestra elección si algún daño le es hecho a vuestra elección, y reclamamos el derecho a actuar del mismo modo. Ahora adelante, entrad en la gruta.

Presa del pánico, Issla miró hacia atrás y vio el rostro tenso de Drael y su mano apretando con fuerza el asta de su venablo. Los labios de Drael formularon una frase: Llama, y yo estaré ahí y lo mataré.

Luego Issla alcanzó la cortina al mismo tiempo que el ullak. El trozo de tela fue levantado, la oscuridad pareció atraerlos a su interior, y se descubrieron juntos, la cortina bajada de nuevo, solos en la oscura y terrible gruta.

Las hierbas secas tejían como una alfombra en el suelo. La gruta era fría y húmeda. Pequeñas agujas de tamizada luz se entretejían en los recovecos de las paredes de roca. Issla se acurrucó contra la pared de la gruta y observó al ullak hacer lo mismo frente a ella. Tras un minuto, el ullak habló:

—Me llamo Kloll. ¿Y tú?

La voz era grave y distinta, pero las palabras eran familiares.

—Yo soy Issla.

—Sentémonos —dijo Kloll—. No, no tengas miedo. Yo me sentaré aquí, y tú no tienes otra cosa que hacer más que quedarte donde estás. Realmente, nuestros antepasados hubieran podido encontrar algo mejor que imponernos esto, ¿no crees?

Issla hipó y se santiguó rápidamente para desviar la cólera sagrada. El ullak se echó a reír.

—Vosotros, los ullakins, siempre habéis pensado que erais la crema de la vieja raza, ¿no? Y que los ullaks éramos una especie de degenerados, unos débiles, unos tarados, hechos de escupitajos y excrementos.

Issla permaneció inmóvil, los ojos muy abiertos y el corazón latiendo en su pecho.

—Lo siento —dijo Kloll—. Esta no es la mejor manera de empezar. ¡Maldita oscuridad! ¿Pero qué es lo que hay que hacer?

—Ellos esperan que los antepasados nos guíen —susurró Issla.

El ullak se echó a reír.

Permanecieron largo tiempo así, inmóviles y silenciosos.

Afuera, en la plataforma, los tambores mágicos resonaban, los humos sagrados se elevaban hacia el cielo. Los jefes compartirían probablemente, mediado el día, una tensa comida.

—Bueno —decidió finalmente Kloll—, quizá podamos hablar, si no encontramos nada mejor. Háblame de ti, Issla de los ullakins.

Issla permaneció inmóvil y muda, sin saber qué decir.

—¿Hay alguien a quien ames y de quien puedas hablarme?

—Está Drael —respondió al cabo de un tiempo Issla—, de la casta de los guerreros. ¿Y tú?

—Oh, nosotros no somos tan sentimentales como vosotros. Ensayamos, cambiamos constantemente. También tenemos nuestras orgías sagradas. Supongo que habrás oído hablar de ellas.

—Sí —e Issla reprimió un estremecimiento.

Debes ser valiente, le susurró su cerebro.

Issla se levantó y se acercó al ullak, aproximándose a aquel ser de extraño olor, que ahora ya no le parecía tan repugnante. Era probable que el ullak encontrara también insoportable el olor del ullakin. Se hizo un nuevo silencio, luego, al cabo de un momento, la gruesa pata delantera del ullak se elevó y fue a posarse en los cabellos de Issla. Issla se estremeció, y se dio cuenta de que el ullak también temblaba.

—No tengas miedo —murmuró Kloll.

Y el murmullo fue de pronto el de Drael, en las tiernas horas nocturnas: dulce, ansioso, íntimo. Issla se acercó un poco más a Kloll, hasta que sus cuerpos se tocaron. Y, apretados el uno contra el otro, aguardaron a que sus antepasados les hablaran.

El día adquirió un tono dorado, luego el del oro patinado por el tiempo, y viró bruscamente hacia los tonos violentos del sol poniente. En la plataforma se encendieron algunos fuegos, aquí y allá, y las estrellas brotaron de su cascarón para iluminar el cielo. Drael aguardaba cerca de la entrada de la caverna, los ojos fijos. El vino de raíces había circulado, y las dos tribus enemigas estaban ahora menos tensas, ahogando su inquietud en alcohol. Pero, cuando le ofrecieron la copa a Drael, la rechazó violentamente.

Y en la caverna...

—Ahora te conozco —dijo de pronto Kloll.

—Sí —respondió Issla.

Durante horas no habían pronunciado ninguna palabra, limitándose a permanecer simplemente el uno contra el otro, aguardando. Y la respuesta parecía estar brotando ahora del trance en el que se habían encerrado.

—Ya no tengo absolutamente miedo —dijo Issla—. ¿Por qué somos enemigos desde hace tanto tiempo, cuando en el fondo nos parecemos tanto?

—Escucha —murmuró Kloll—, nos han dicho que, hace mucho, los jóvenes nacían del amor. ¿Quieres que intentemos amarnos? Quizá sea esto lo que desean nuestros antepasados.

Pero el cuerpo de Issla se había tensado.

—Vosotros no hacéis el amor del mismo modo que nosotros —dijo.

—Quizá sea necesario —y el ullak tocó suavemente a Issla, como lo habría hecho Drael, en el profundo hueco de su noche—. Sí, eso es —murmuró Kloll—. Sé que es así.

E Issla, arrastrada como un nadador por la tormentosa corriente que creaban las manos del ullak, se estremeció en lo más profundo de su cuerpo, y se sintió despertar al hambre perdida tanto tiempo y que Kloll poseía.

—Sí, tienes razón —gimió Issla—. Sí, oh sí...

Y luego, en medio de aquella noche, notó algo que se rompía, un dolor repentino.

—No —dijo Issla—. Me estás haciendo daño. ¡No!

—Espera —suplicó Kloll—. Tiene que ser así; lo sé, lo siento en mí.

Pero el ullak era de nuevo un enemigo, y tras un momento de lacerante dolor Issla gritó llamando a Drael.

Las manos de Drael arrancaron la tela de la cortina, profanando los símbolos pintados en ella. Drael vaciló tan solo un instante, buscando discernir en las movientes y entrelazadas sombras quién era Issla y quién era la bestia. Luego, el aguzado venablo se hundió profundamente en la espalda del ullak. Con un grito parecido a la desesperación, Kloll intentó alzarse, cayó boca abajo y murió.

Drael ayudó a Issla a levantarse.

—Todo va bien —dijo Drael—. Lo he matado como prometí que haría. ¿Te ha hecho daño?

—Sí.

Issla lloraba.

Drael arrastró al ullak con ayuda del venablo sólidamente clavado en su carne hasta que quedó expuesto a la vista de todos sobre la plataforma. Se elevó un grito de horror y de rabia. Varios ullaks saltaron hacia adelante; y Drael arrancó su venablo del cuerpo de Kloll y les amenazó con él.

—¡Retroceded, no sois más que bestias sin ningún honor! —gritó Drael—. Vuestro elegido ha roto la tregua, vuestro elegido ha herido a Issla.

Issla salió de la caverna, y había manchas de sangre en la parte delantera de su túnica, una sangre que procedía de la herida que le había infligido Kloll. Los ullaks retrocedieron y se concentraron.

Drael miró unos instantes a Issla, luego se giró brutalmente hacia su jefe.

—¡Matemos a estos animales! ¡Ahora, mientras los tenemos a nuestra merced!

Un rugido de cólera y de temor se elevó de nuevo, pero el jefe dio un paso adelante y abofeteó a Drael.

—Contente —le ordenó el jefe—. Nuestros antepasados recordarán siempre la forma en que has estado a punto de deshonrarnos.

Drael retrocedió, luego dio media vuelta.

—Ahora —proclamó el jefe—, pueblo de los ullaks, debéis alejaros de nosotros. Aquel a quien elegisteis ha herido a nuestro elegido, y tal como convenimos lo hemos matado. Ninguno de vosotros podrá decir que no hemos mantenido nuestra palabra. Sois vosotros, los ullaks, quienes habéis violado la tregua.

Era visible, a la luz de uno de los fuegos, que el jefe de los ullaks contenía difícilmente su ira. Luego, la ira se transformó en tristeza y lamentación.

—Es cierto —dijo el ullak—. Sufro la misma tristeza que tú, puesto que a partir de ahora jamás podremos hallar juntos la paz. Nuestros antepasados nos han demostrado hoy, cruelmente, que jamás podrá brotar una nueva vida de la unión de nuestras dos razas.

El jefe ullak hizo una seña a sus guerreros.

—Partimos de aquí. Dadnos tan solo el cuerpo de Kloll, para que podamos darle sepultura.

—Tomadlo. Marchad por el lecho de este antiguo río, y desapareced como él de la faz de la tierra. Como desapareceremos también nosotros, puesto que ahora ya no hay más esperanza.

Y así la tribu de los hombres se hundió en las tinieblas, llevándose a su muerto, abandonando para siempre la fortaleza de las mujeres aislada entre las rocas.

Y Drael deslizó su brazo por los hombros de Issla y la atrajo hacia sí. Issla escupió tras ellos, en la calma de la noche: Odio a mi enemigo, y apretó su boca contra los cabellos de su amante.

FIN